Franco Sandoval / La pluma del colibrí
Entre amigos y conocidos realizo con frecuencia una informal encuesta sobre qué están leyendo estos días. Uno de ellos me contó, ufano, que “se ha tragado” ocho libros el último mes y, para que no quedaran dudas, me mandó una foto con la carátula de cada uno de ellos. Me dio envidia. Lo cierto es que la norma y el promedio están en el otro extremo, con escasamente un libro cada 2-3 meses. ¿Es culpa de ellos ignorar lo que se pierden? Porque, ¿qué es leer un libro? En tiempos de multiplicado relativismo, cada quien da su respuesta con la certeza de que es la correcta.
Borges no se jactaba de los libros que había escrito, obras magistrales según cualquier criterio, como de los que había leído. Leer es “acceder a otra vida”, decía Willian Faulkner, ese escritor que está algo detrás de los del boom latinoamericano. Leer “es dejar que a uno le hablen” decía Hans Gadamer; “asumir el misterio de las cosas”, afirmaba Nabokob. Ambos asumen que leer te hace pensar.
Hablo de la lectura sabiendo que vivimos “tiempos recios” (Vargas Llosa), sobre todo por sus virtudes civilizatorias para las personas, pueblos y naciones. Leer es más que informarse.
Se lee para cultivar creatividad e imaginación. Un relincho y el tropel de unos cascos llegan a mis oídos cuando leo la palabra “caballo”, mientras a mis ojos arriba el probable color overo de su pelambre y a mi memoria el susto que padecí cuando por primera vez puse mis pies en los estribos de una silla de montar. En el paisaje de fondo, un zacatal y unas vacas rumiando el pasto que se volvería salud para niños desnutridos.
No estoy soñando y ni siquiera tuve que cerrar los ojos durante ese relampagueante viaje que hice por cortesía de la palabra que pinta a un cuadrúpedo traído a América por los españoles para doblegar las macanas, tambores y atabales de los de Xelajú, ciudad que tiene un parque de singular personalidad, shecas, chocolate y abundantes colores amarillos. Y todo por cortesía de aquella palabra que sigue retozando al momento de ver a Justo Rufino Barrios en Chalchuapa negociando con pistolas y bayonetas la unión centroamericana.
Otra cosa es si los dirigentes de la Educación y la Cultura saben o toman nota de estas ideas o se refugian en la falta de plata para promover la lectura. Lo que falta es creatividad, carencia de ideas y de voluntad. Yo tuve la suerte de escuchar a un jefe que decía: “Las buenas ideas siempre encuentran recursos”. Otra fecunda idea, de cuando fui profesor de primaria, es la de mi jefe de entonces: “Cuando quiera que algo se haga, encárgueselo a un ocupado”.
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No le gano al amigo que leyó ocho libros en un mes. Mi lectura ha sido más concentrada pero más dispersa. He repasado la mayoría de libros escritos por Luis Cardoza y Aragón, el compatriota que logró maestría universal en el manejo de la paradoja y el aforismo. Él decía que su país lo había “expulsado minuciosamente” y que nunca había vuelto porque “nunca se había ido”; en su tierra natal, Antigua, “hay más tentaciones que en París”. Desde que dos grandes amigos (Vinicio Mejía y Lionel Méndez D’Avila) me inyectaron el virus cardociano me propuse conocer a este pequeño pero gigante compatriota.
Después de veinte años de ensueño, concluyo un ensayo sobre su obra. He repasado El río, novelas de caballería, Guatemala las líneas de su mano, Para deletrear los colores nuevos, La revolución guatemalteca, El Brujo, André Breton, Orozco, Apolo y Coatlicue y algo más. Espero haber captado su rebelión creadora, espina y flor que un día adornarán los jardines de la patria que lo expulsó minuciosamente…
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